Hoy día 7 de julio de 2016, recibo un correo electrónico desde Colombia, del escritor y amigo José Luis Díaz Granados. En el mismo venía esa hermosa foto de él junto a su primo Gabriel García Márquezy esta reseña que les comparto. Agradezco enormemente a José Luis por compartir esta joya.
Un costeño flaco, de piel trigueña, los ojos negros vivaces, el cabello crespo, bigote bien rasurado bajo la nariz saudita, junto a un grano del tamaño de una arveja al final de la mejilla derecha y una sonrisa rutilante con un diente plateado, es la primera impresión que tengo de Gabriel García Márquez, Gabito, como siempre le dije, la tarde del domingo en que lo conocí, el 28 de octubre de 1959.
Vestía un suéter azul oscuro, bluyín y mocasines negros. Sentado en posición búdica sobre la alfombra de la sala del segundo piso de un apartamento situado en la carrera cuarta con calle cincuenta y nueve, a los pies de Mercedes —su joven esposa, quien arrullaba a Rodrigo, el bebé de dos meses de nacido—, Gabito me recibió con muestras de cariño familiar mientras apagaba en el cenicero un cigarrillo Pielroja.
Desde meses atrás, mi tía Dilia Caballero de Márquez, me enseñaba recortes de periódico de 1955 a 1957 relacionados con las actividades literarias de ese joven autor, que coleccionaba su esposo Juan de Dios —tío de Gabito y hermano por parte de padre del coronel José María Valdeblánquez, mi abuelo materno—, y tenía pegados con goma sobre hojas de cuadernos escolares. Recuerdo que más que todo se trataba de artículos sobre sus cuentos, reseñas de La hojarasca y entrevistas sobre su oficio creador.
Mi tía Dilia me daba a conocer esos recortes porque sabía que a mí me gustaba escribir poemas y relatos de aventuras. Por esos días, yo había cumplido 13 años de edad y había leído La hojarasca, cuya segunda edición acababa de aparecer en un festival de libros, lo mismo que su cuento “La noche de los alcaravanes”, publicado en la revista Cromos.
Casi de inmediato, estimulado por esas y otras lecturas del joven narrador que apenas sobrepasaba los treinta años, me di a la tarea de escribir cuentos. Uno de ellos, titulado “La casa” (desde luego, porque había leído que así se llamó su primer intento de novela), me lo publicó Gonzalo González (GOG) en el magazín dominical de El Espectador el once de octubre del 59. De manera que cuando llegué esa tarde a conocer a Gabito por invitación de mi tía Dilia, lo primero que hice fue entregarle el recorte de mi cuento, el cual leyó con atención aprobatoria luego de acostarse bocarriba sobre la alfombra.
A partir de este encuentro, yo iba a su casa casi todos los fines de semana. Además, también solía visitarlo en su oficina de Prensa Latina, cosa que haría con inusitada frecuencia hasta los primeros meses de 1960, cuando se fue con Mercedes y el niño para Nueva York.
Nos volvimos a ver en marzo de 1966. Mi padre acababa de morir y yo había abandonado los estudios secundarios. Le conté cómo me había enfermado en la Zona Bananera durante una estancia allí donde solo leí, escribí y bebí ron “Caña”. Mi mamá, Margot, a quien Gabito llamaba La memoria de la estirpe por las mil historias de la familia que ella le contaba y las que le escribía por carta, le ponía quejas mías y él sonriendo comentaba: “Ese es buen principio para ser escritor”.
Siempre que venía a Bogotá, nos encontrábamos en alguna parte. “¡Ajá, poeta! ¿Y usted cerró el grifo?”, era el saludo cuando no veía nada mío publicado en mucho tiempo. En 1967 le enseñé una plaquette mía de poemas que acababa de imprimir. Se quedó mirándola, contó sus pocas páginas y preguntó: “¿Cuántos ejemplares sacaste?” “200”, respondí. “¿Y cuánto te costó la edición?”, “Doscientos pesos”, le dije. Soltó la risa y sin dejarme de mirar exclamó: “Mierda… ¡A peso como un cancionero!”. En los años 90s, una tarde en “Oma” de la 82, vio que yo intentaba pagar el consumo de todos y dijo: “No hombre, qué vas a pagar… Los poetas son muy pobres”. Frase que me seguiría repitiendo durante muchos años, en diversas partes y en variadas circunstancias.
En la época en que con otros primos decidimos reunirnos los sábados en “Oma” con su hermano Eligio, quien tomaba notas e investigaba obsesivamente la trayectoria literaria del patriarca para su monumental obra Tras las claves de Melquíades, de pronto aparecía Gabito sin avisar, se sentaba y preguntaba cómo iba nuestro “centro literario”. Nos contaba chismes acerca de algún político o personaje de moda, proyectos personales o simplemente comentaba asuntos de la cotidianidad. Íbamos luego a la librería vecina, nos confidenciaba algo de ciertos autores y casi siempre terminábamos muertos de la risa.
Podría afirmar que mi relación con Gabito resulta millonaria en recuerdos y en anécdotas, todas afectuosas y entrañables. Recuerdos llenos de historias, gestos, apuntes hilarantes y relatos caribeños. Sé que todo ello daría para escribir un voluminoso libro. Me precio, entre otras cosas, de no haber revelado jamás a nadie este parentesco hasta que a finales de los noventas, a raíz de mi estrecha amistad con Eligio, y también por boca del mismo Gabo y de su hermano Jaime, estos lazos familiares se fueron sabiendo irremediablemente.
De niño lo vi siempre muy cercano a mis padres y a mi tío Valdecito; de joven, muy confidente con mis primos (también de él) José Stevenson, Margarita Márquez Caballero y Óscar Alarcón Núñez. Y en la madurez, con el afecto siempre estrecho y cálido hacia Gladys, mi esposa, (“la única mujer distinta y soportable”, le escribió en la dedicatoria de Del amor y otros demonios), hacia mis hijos Federico (a quien rapté del colegio un día a sus 9 años para llevarlo a conocer a su ya famoso pariente) y Carolina (a quien mimó muchísimas veces durante nuestra larga estancia en La Habana), y hacia mi nieto Sebastián, con quien conversó toda una tarde en su casa de Ciudad de México pocos meses antes de morir.
Con ese hermano mayor compartí veladas y reuniones en todas las épocas de su vida: cuando él era joven, pobre y nervioso; en su edad madura, ya muy parco en sus opiniones; en la plenitud de su celebridad, poco extrovertido y serenado de todas las pasiones, y entrando en la vejez con el bigote níveo y la alegría de los ancianos sabios. Lo he visto en 1959, absolutamente desconocido por la gente, vestido con gabardina, del brazo de Mercedes, haciendo cola para ver una película en el Cine Metro, en el centro de Bogotá; lo he visto también, acostado y tranquilo en una suite de un hotel bogotano mientras lee distraídamente una novela de Graham Greene; vestido totalmente de blanco, hasta la correa de su reloj y los zapatos, hablando con Roman Polanski o en la casa de Pablo Milanés, junto a Carlos Varela, o caminando por una calle de La Habana Vieja sin que nadie lo importune, y lo he visto también, reverenciado por monarcas, presidentes y escritores famosos, saludando con el brazo en alto a una multitud devota que lo aclama en el Centro de Convenciones de Cartagena en el 2007. Hemos hablado de todo, tanto de asuntos de aparente trascendencia, como de historias de nuestros comunes ascendientes y hasta pendejadas de diversa índole alrededor de unos vasos de whisky.
¿Qué detalles recurrentes retengo siempre de este primo en segundo grado? Uno: cuando él está hablando y yo lo interrumpo con algún comentario, por trivial que sea, él se calla bruscamente y me escucha con mucha atención. Dos: cada vez que me despido, insiste en que no me vaya todavía, en que me quede un rato más. Y tres: siempre me hace sentir al nivel de su grandeza literaria. “Eso mismo van a decir de nosotros”, suele decirme con frecuencia.
Desde luego que entre 1959 y 2012 este personaje llamado Gabriel García Márquez, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1982, no puede ser el mismo. Pero para mí siempre lo será, aquí, allá o acullá. Y seguiré viendo a Gabito como al mismo costeño zumbón e ingenioso de 1959 que en la intimidad se burla de los alamares del culto, la solemnidad y hasta del temor reverencial que despierta en centenares de miles de personas que lo consideraban el más grande escritor del mundo.